The Leftovers, la narración de la rotura


Por Danner González

@dannerglez

“–Parece que todos quieren algo, un corazón, valentía…

Sí, parece una locura, pero es una época muy loca, ¿no?”

–Laurie, T3, E6.

Todos estamos rotos, invariablemente, solo que unos lo disimulan, y otros, a fuer de zurcidos invisibles o costuras de carnicero, hemos aprendido a sobrellevar las heridas. La parábola de Prometeo encadenado a una roca del Cáucaso no es otra cosa que la anunciación del humano vivir con las vísceras de fuera. No exagero. El que esté libre de dolor, que pase de este texto así como pasa de todo.

En el sufrimiento, hay quien se aferra a una religión, a su familia, a las drogas o al arte. La humanidad tiene tantas y tan variadas tablas de salvación, algunas más oscuras que otras. Época de murallas que caen y de punzantes fragilidades, la nuestra parece decirnos, que por encima de la verdad propia, a los ojos de otro           –porque siempre hay otro–, todos cargamos con una toxicidad a cuestas que a alguien resultará intolerable.

            En esto pienso mientras intento explicar por qué The Leftovers (HBO), me parece una de las mejores series que he visto en los últimos años. Creada por Damon Lindelof (guionista de Lost) y Tom Perrota (autor de la novela que da origen a la serie), cuenta la historia de los que se quedaron en busca de certezas tras la partida repentina del dos por ciento de la población mundial. Mal haría quien intentara encontrar, en el universo planteado a lo largo de tres temporadas, explicaciones de la “realidad real”. La serie establece desde un principio sus reglas, y es fiel a ellas con una fuerza sostenida que crece en el desdoblamiento de sus personajes, sin desperdicio, hasta el último capítulo. No es un alegato sobre cuestiones religiosas o sobrenaturales. Sí, en cambio, es un discurso narrativo para documentar la ausencia, el dolor de la pérdida y la personalísima elección de nuestras miserias. Al planteamiento de la historia, abona el cuidado de la fotografía y sobre todo, la exquisita sensibilidad de la obra musical de Max Richter. Escucharle es atisbar la tenue luz de un buzo, sumergiéndose en los abismos oscuros de la psique humana.

Tuve ocasión de ver esta serie en plena pandemia, atónitos como hemos estado desde entonces, ante un virus que no ceja, que muta y nos roba amigos, familiares, instantes, mientras intenta acabar con la poca cordura que la humanidad conservaba. Hoy, más que en 2017, cuando se transmitió en directo el final de esta serie de culto –no es para todos los públicos–, la de Leftovers me parece una ficción necesaria para decirnos que aún si no encontráramos las respuestas, es posible arrancarle algo de su belleza al mundo, descarnado y cruel, con la esperanza de un náufrago de Géricault, arrastrado hacia las costas de su propia experiencia.

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