Por Danner González
@dannerglez
Yo, como Ulises, he sido de Penélope el marido…
–Javier Krahe
El 2 de febrero de 1922 se publicó Ulises de James Joyce, gracias al valor de Sylvia Beach, fundadora de la mítica librería parisina Shakespeare & Company. Nadie más se había atrevido a publicarla, nadie entendía –de acuerdo a los canones establecidos– qué era aquello que bajo el género de novela intentaba publicar el autor dublinés que cumple ahora su primer centenario.
En un año consagrado a la lectura, durante mi juventud temprana, pretendí leer en un mes el Ulises y en otro La montaña mágica. Ignoraba que no son libros que puedan leerse de un tirón, que su escritura exige del lector un temperamento y una educación sentimental precisa. Recuerdo a Juan Villoro contar que en la primera sesión del taller de Juan José Arreola, este les dijo: y para mañana, se traen leído el Ulises. El joven Villoro llegó al día siguiente apenado y confesó: maestro, sólo alcancé a leer veintiséis páginas, a lo que Arreola respondió asombrado: ¿Tantas?
Aquel año en que leí a Joyce y a Mann, comencé, sin saberlo, la formación de un canon personal. Di cuenta del 2666 de Roberto Bolaño, y aunque no equiparable en extensión, pero sí en voluntad de artificio, devoré también el Ferdydurke de Witold Gombrowicz. Luego vendrían Paradiso de Lezama Lima o José Trigo, de Fernando Del Paso, cuya obra debe mucho al Ulises, aunque su autor haya jurado no haberlo leído antes de escribir su ópera prima. Confieso que me gustan las grandes novelas que hacen suyo el desafío de entrar en liza con el lenguaje, de rescatar palabras del olvido o de inventárselas si es preciso. Me gustan los combates de respiración bíblica en donde el autor invita al lector, y este asume gustoso, el desafío de ser Jacob, luchando hasta el alba con un ángel inasible.
Contra el consumo de lectura fácil, libros de véndase mucho, léase y tírese –el sueño salvaje de los editores– es hasta romántico creer en una literatura que hurgue en las profundidades del ser, como sonda laparoscópica. Novela de exploración, antinovela, reinvención o abolición de la forma, ruptura, emancipación de personajes que andan por allí sin tener un origen y un destino final, pero que se nos quedan grabados en la memoria con una potencia inusitada. Los extremos se tocan, en la vida y en Joyce, quien lo mismo alcanza las cotas más sublimes de la lengua inglesa que pronuncia las vulgaridades más raspitas de su barrio.
Discrepo de la literatura políticamente correcta o coyunturalmente necesaria. Las modas son pasajeras, algunas vuelven. Auxilio Lacouture profetizó en Amuleto que James Joyce se reencarnará en 2024 en un niño chino. Pienso que podría ser coreano, para estar a tono con el humor social de hoy. Creo con pasión profunda en una literatura sin etiquetas ni ataduras, me produce admiración imaginar al novelista como artesano en su taller, haciendo encajar las piezas, limando las protuberancias, montando y desmontando diálogos, escenas, descifrando en diccionarios las claves para producir la alquimia, analizando la materia a través del monóculo revisor. Me fascina imaginar al autor ocupado en la urdimbre de algo que no sabe si funcionará, o tejiendo frases con paciencia penelopiana. Ya se ve que amar la trama, más que el desenlace, ese verso de Jorge Drexler, encierra toda una declaración de intenciones. No en vano, tal vez, de eso se trate el oficio de vivir. Amar la trama, más que el desenlace.