Memoria de papel


Por Danner González

@dannerglez

Mi padre era un hombre que amaba los libros. De su estudio riguroso se desprendían notas al pie y una suerte de índice personalísimo que le permitía encontrar rápidamente referencias a otros textos. Nunca leyó a Borges pero sabía que nuestra memoria es porosa para el olvido, y por eso a menudo me repetía siendo yo apenas un niño: Si tu memoria no te es fiel, hazte una de papel.

Muchas tardes pasé ayudándole a escribir en una máquina Olivetti azul, cartas, discursos, bosquejos. Yo leía en voz alta y él escribía. O reescribía. Eran tiempos en que no existía la tecla delete, o los comandos copy/paste. Un teclazo obligaba a reescribirlo todo. Después, me dejaba conservar las copias de los discursos que él pronunciaba y yo los ensayaba en voz alta hasta memorizarlos. Juntos corregíamos a partir de aquellos textos, el tono, el contacto visual, los ademanes… Esa memoria de papel era nuestra muy particular cartografía.

Debo a esos años y al ejercicio cotidiano de la lectura y la escritura, el impulso de leer cada libro que cae entre mis manos y una obsesión que amén de mi mala memoria, me ha hecho anotarlo todo y acumular libretas de toda suerte de colores, tamaños y texturas, con apuntes para libros que tal vez nunca escriba o acumulando fragmentos que no necesitaré, pero que temo echar al cajón del olvido.

¿Cuáles son los resortes que nos hacen subrayar una frase o transcribirla? En ocasiones la intención salta a la vista, pero las más de las veces es probable que al volver a un texto leído años atrás, nos sorprendamos con aquello que estaba pensando o sintiendo nuestro yo de entonces. Es de esa manera como nuestros libros se convierten en personalísimas cápsulas del tiempo y permiten ver las aleaciones que con el paso de los años sufre nuestro espíritu.

En una reunión interparlamentaria en el Caribe, vi sobre el hombro con azoro a un compañero legislador que, muy interesado en la exposición de un ministro de economía sobre exportaciones, anotó una frase en apariencia sin mayor relevancia para el contexto de la reunión: “El excelente jabón de calabaza que se produce en México”. Es probable que pensara en convertirse en el zar exportador del producto en cuestión, pero la frase escrita con esmero me pareció una boutade por sí misma, en medio del sopor de aquella tarde. Quizá temía olvidarlo y quizá a él también de niño su padre le hubiera enseñado que cuando la memoria no es fiel hay que hacerse una de papel.

¿Cómo fue que la humanidad comenzó a escribir libros? ¿Por qué alguien decidió poner en papel las fantásticas historias que los primeros bardos podían repetir por noches enteras de memoria y con lujo de detalles? ¿A qué impulsos obedeció el deseo del primer Ptolomeo que mandó emisarios a desandar el mundo conocido en busca de todas las obras escritas para erigir la Gran Biblioteca de Alejandría?

Quizá hoy seguimos apilando libros porque a veces una idea nos recuerda otra idea ya leída y uno se levanta y anda hacia su biblioteca particular, un poco a tientas, como imagino a Borges, aunque más por desorden que por ceguera, palpando las morbideces del yo entre las estanterías, en busca de un renglón preciso al cual asirnos en mitad del vacío. En la oscuridad de nuestro mundo, las voces se levantan de entre los libros para iluminarnos.

En todo esto he reflexionado mientras leo El infinito en un junco de la filóloga española Irene Vallejo, un libro que no obstante referirse a las antiquísimas tradiciones culturales de Grecia y Roma, ha sido escrito con soltura y con una voz narrativa sencilla, asequible para todos. A veces compendio de excentricidades, alacena de minucias a la manera de don Andrés Henestrosa, Vallejo traza con precisión y belleza una suerte de mapa posible de lo leído: Se lee en el viaje y en el exilio, en el mullido sillón del poder y en los territorios del espanto, entre los restos del naufragio, en la amarga derrota y en el éxtasis de la alegría, en la espera del alumbramiento vital o en la antesala de la muerte.

Se lee siempre, ya sea en voz alta, para comulgar con otras almas o, en silencio, en un diálogo intimista. Si la conversación con el otro es ejercicio de empatía, la conversación con uno mismo, la lectura a solas, implica el recogimiento más puro, el privilegio de saberse en soledad, rodeado siempre por la mirada, el temperamento y las voces de otras y otros, de todos los tiempos y de todos los mundos posibles e imposibles.

Es probable que a estas alturas ya sobre recomendar este libro a quien aún no lo haya leído. Se lee para aprender y también para recordar, a la manera de Sócrates, quien pensaba que los libros eran ayudas para la memoria y el conocimiento. Quizá por esto los Ptolomeos construyeron el Museo y la Biblioteca: porque temían olvidar, y al tiempo que soñaban con apoderarse de todo el saber humano, construían para la posteridad, un mausoleo efímero: una memoria de papel, que se perdería entre las llamas y la expoliación pero que no caería en el olvido, y que muchos siglos después, continúa dando luz a nuestro entendimiento. Lean a Irene Vallejo, no se van a arrepentir.

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