Votos nulos: el vértigo de lo posible


Danner González[1]

 

Disipar las ilusiones no es matar el espíritu humano; éste se levantará de sus propias cenizas. Sin embargo los individuos sensatos evitarán las recetas para formar montones de cenizas.

Timothy Fuller

El 18 de mayo, José Antonio Crespo publicó en Excélsior un artículo que tituló “Para políticos nulos… un voto nulo”. Allí daba cuenta de un movimiento que comenzaba a articularse con fuerza, la anulación del voto el próximo 5 de julio. Las razones esgrimidas las conocemos de sobra, condiciones partidocráticas que se traducen en el anquilosamiento del sistema político y de los partidos que han encontrado una zona de confort en el presupuesto que año con año perciben. Sostienen los impulsores de esta campaña que emitir un voto por alguno de los partidos políticos implicaría validar o consentir las políticas erróneas que estos han sostenido por años.

Que nuestra democracia es deleznable y el actuar de los políticos es sesgado, es algo que se sabe. Las diferencias entre los partidos son epidérmicas. La lista de atrocidades y excesos de legisladores, jueces, secretarios de despacho y demás funcionarios públicos, son razones suficientes para entender el rechazo ciudadano hacia la clase política que nos gobierna, pero la propuesta de votar en blanco[2] que comienza a articularse como si de un nuevo partido dentro del espectro político se tratase, pareciera pecar de ingenuidad, aunque quizá no lo hace. Sorprende la amplia cobertura mediática que a dicha alternativa han realizado los mismos medios de comunicación que están siendo hoy afectados –con pérdidas millonarias– por una reforma electoral que prohibió la contratación de espacios publicitarios por los partidos políticos y sus candidatos. Por cierto, la reconfiguración del espacio público tras la reforma electoral nos ha situado en un escenario absurdo en el que los medios no pueden vender espacios propagandísticos a partidos y candidatos pero sí pueden, fruto de su generosidad, regalarlos. Convendría evaluar quién le hace más daño al sistema político mexicano: ¿El candidato per se, o la siempre participativa televisora que invita candidatos a “narrar partidos de fútbol” y acaba realizando entrevistas “fortuitas” que superan en costos el monto total de los gastos de campaña autorizados por el IFE para un candidato?

Proclives como somos a las comparaciones, distintos analistas han recordado la trama de la novela Ensayo sobre la lucidez, en la que los electores un buen día deciden sufragar en blanco. Lo cierto es que la política mexicana no es una novela de Saramago aunque la realidad se obstine en imitar a la ficción. Pensar lo contrario es abordar la política mexicana desde un punto de vista simplista o reduccionista, pues anular el voto, por romántico que sea, no impedirá el triunfo de candidatos por mayoría simple, ya que nuestro sistema electoral no exige mayorías calificadas para validar una elección. En un país donde al presidente de la república lo eligen en última instancia siete magistrados, pocos y nada efectivos resultados deben esperarse de un movimiento que anula por igual a todos los partidos políticos, cuando lo correcto sería analizar las propuestas de los candidatos antes de descalificarlos. Incluso el color gris tiene contrastes y matices.

Nuestro sistema es imperfecto, sin embargo entre sus carencias nos permite diferenciar el voto, elegir entre candidatos más allá de lo que los partidos representan. Si alguien quiere anular su voto porque el mercado electoral no ha logrado convencerlo, o incluso votar por Kurt Cobain o Latin Lover, está en su pleno derecho. El rechazo activo a los partidos políticos es válido, pero debe ser una decisión de los ciudadanos y no parte de una campaña como la que se orquesta desde distintos frentes. Es poco serio y hasta irresponsable estimular un movimiento para votar en blanco que en nada contribuye al debate democrático. A mediados del siglo pasado, el filósofo inglés Michael Oakeshott al razonar sobre las actividades humanas, escribió que éstas, y particularmente las políticas, están circunscritas por límites históricos[3] que bien haríamos en conocer, pues de lo contrario los juicios que al respecto formuláramos serían irrelevantes.

¿A quién beneficiará el votar en blanco? ¿A los ciudadanos? ¿En qué? ¿Se traducirá esto en una toma de conciencia de las élites partidistas? No, en absoluto. Las torres de la Bastilla no se socavaron con desdén y repudio. La transformación del sistema político sólo puede ser ciudadana porque los ciudadanos lo sostenemos, somos la base del mismo sistema cuando pagamos impuestos, cuando votamos, cuando nos sometemos a la jurisdicción de tribunales emanados de ese poder público. ¿Qué haremos después de votar en blanco? ¿Convertirnos en objetores de conciencia que se rehúsan a pagar impuestos porque una cantidad grosera de estos se destina al gasto corriente?

José Woldenberg sostuvo recientemente que las reformas significativas no se han gestado frente a los altos índices abstencionistas sino que “se han dado cuando se genera un diagnóstico de algún problema y se hacen avanzar algunas propuestas, es decir, se crea un contexto de exigencia real con diagnóstico, con medidas y con horizonte”. ¿Es medible el éxito del movimiento anulista? Woldenberg acota: “Van a aparecer los tradicionales votos por Batman y Cantinflas, los errores y los que van a anular para manifestar un malestar con los partidos. ¿Qué porcentaje de esos votos expresa cada uno de ellos? Nunca lo vamos a saber.”[4] Lo que sí sabemos, en cambio, es que frente al voto en blanco o el abstencionismo, poco tienen que perder los partidos hegemónicos que durante décadas han ido consolidando por medios poco asépticos, un voto duro que implica la falta de discernimiento del elector, que no considera las plataformas electorales de los partidos y las propuestas de los candidatos. La gráfica que a continuación se muestra es ilustrativa al respecto. Durante los pasados cinco procesos electorales federales el voto promedio del PRI ha sido de 10,558,003 mientras que Acción Nacional le sigue ya muy de cerca, consolidando una votación que en promedio alcanza 9,146,841 votos “duros”. Este promedio no cambiará sustantivamente a merced de los ciudadanos que decidan votar en blanco.

Concentrado de votaciones en elecciones federales

(1994 – 2006)

Año PAN PRI – PVEM Nulos Total de Votos
1994 9,146,841 17,181,651 1,008,291 35,285,291
1997 7,696,197 11,311,963 844,762 29,771,911
2000 15,989,636 13,579,718 788,157 37,601,618
2003 8,189,699 6,166,358 896,649 26,651,645
3,637,685
9,804,043
2006 15,000,284 9,301,441 904,604 41,791,322
Promedio 9,146,841 10,558,003 896,649 35,285,291

Fuente: Elaboración propia con información del Instituto Federal Electoral.

Poco tienen que hacer los 896,649 votos nulos promediados durante las últimas cinco elecciones federales frente a los 19,704,844 votos que suman en el mismo número de elecciones el PRI y el PAN; votos que les permiten consolidar el régimen político que a comodidad han construido con la participación ciudadana en las urnas. Me parece entonces, que votar en blanco –incluso suponiendo que los votos nulos alcanzaran el 10% de la votación total, como esperan algunos de sus promoventes– es tan perjudicial como abstenerse de sufragar, puesto que se desperdicia la posibilidad de modificar a golpe de votos la composición del Congreso, frente al voto duro que garantiza la permanencia de esas élites en el poder. ¿Cuáles son entonces las tareas de los ciudadanos sin partido, hartos de un sistema político gangrenado hasta la médula? La primera tarea es sin duda la de ejercer nuestro derecho al voto efectivo. Lo que podemos leer entre líneas en las encuestas, más allá del hartazgo ciudadano indiscutible, es un alto porcentaje de indecisión. Los indecisos, que en la encuesta de Reforma rondan el 25% (Reforma, 29 de mayo de 2009), no son ciudadanos que no piensan votar, sino ciudadanos que están cambiando de opinión constantemente, quizá razonando su voto, evaluando visiones. La esperanza de este país radica en los ciudadanos que aún creen que puede cambiarse un sistema de partidos que nació viciado desde la reconfiguración política posrevolucionaria.[5] En la investigación arriba citada, un 10% de los encuestados declaró que ha considerado la posibilidad de anular su voto, pero en la acción, sólo el 2.5% anuló la boleta utilizada en el sondeo.

La segunda tarea ciudadana implica la defensa del voto el día de la jornada y en los días posteriores a la elección. El sufragio efectivo no es una reminiscencia sensiblera ni debe ser sólo un titulillo al calce de los documentos oficiales, sino que debe servir para generar contextos que incidan directamente en la transformación del sistema inoperante. Quizá el éxito de la campaña anulista radique en el surgimiento de una nueva generación de ciudadanos que denuncian de frente al poder público, en intelectuales que usan el espacio público para criticar sin tapujos las pifias gubernamentales, en hombres y mujeres que no se callan y confrontan. Más allá de eso, la democracia implica partidos, supone la existencia de diputados y senadores así como de un Poder Ejecutivo en los tres niveles de gobierno. Al acudir a las urnas, ejercemos un derecho político de primer orden, nos convertimos en políticos, ciudadanos que deciden sobre la conducción de la polis.

Es claro que el sistema político mexicano requiere de una reforma radical, impulsada activamente por los ciudadanos que no responden a los intereses obcecados de los partidos políticos, pero que participan activamente en los asuntos públicos. Hacerlo desde la visión del escepticismo político anulista supone de antemano el fracaso.[6] San Agustín concebía el orden político como el remedio humano a nuestro alcance, sin exagerar sus logros. Si sabemos que no encontraremos en él la panacea, tenemos en consecuencia que buscar el equilibrio: la “quilla nivelada”, para decirlo con Oakeshott, implica restituir el valor de la política del escepticismo; el desencanto ciudadano ha de servir para poner topes al abuso preponderante de la política de la fe –en este caso, del voto ciego o resignado– y ejecer un voto sin concesiones, crítico. Esta búsqueda del equilibrio implica también el diseño de nuevos modelos de presión ciudadana para incidir en los procesos legislativos. Recurro de nuevo a la claridad de Oakeshott: “Nuestra tarea consiste en encontrar algún recurso para sentirnos cómodos en la complejidad que hemos heredado y que no podemos evitar ahora sin caer en la falsa esperanza de descubrir un mercado donde podamos trocarla por la sencillez”.[7]

Superada la defensa a ultranza de posturas opuestas, es necesario iniciar el diseño de una arquitectura política preponderantemente ciudadana. Esto implica una ciudadanía activa que exige resultados a la clase política, que la acelera o la frena cuando es necesario, y una clase política acotada que deje de ser una coalición de notables como hasta ahora. La agenda ciudadana debe pugnar por la inclusión en nuestro orden político de asignaturas pendientes como son las candidaturas ciudadanas a las que se han opuesto hasta ahora la mayoría de los partidos políticos; la instauración de la segunda vuelta en elecciones presidenciales y hasta legislativas, que acabaría con la fragmentación del electorado y permitiría construir gobiernos de mayoría, una cierta gobernabilidad; la reducción del número de legisladores plurinominales; la reelección legislativa y el establecimiento de calendarios electorales concurrentes.[8]

Vale recordar la historia de Los siete samuráis de Akira Kurosawa (1954) que comienza en 1570, cuando los bandidos han asolado pueblos enteros de campesinos. El pueblo se reúne para tomar decisiones, ante el inminente retorno de los ladrones. El diálogo inicial, que nos sitúa en un contexto tan familiar al nuestro, es el siguiente:

–Quejarse no sirve de nada –dice uno de los campesinos–. Vayamos a ver al magistrado.

–¿Para qué? –pregunta otro– Sólo vendría después de que se hayan ido los bandidos.

–Démosle todo lo que tenemos a los bandidos, toda nuestra comida y luego nos ahorcamos. Así quizá reaccione el magistrado.

–¿Y si los matamos? Así dejarán de venir.

–Estoy en contra, remata un anciano afligido, y después con resignación: Hemos nacido para sufrir. Es nuestro sino, les recibiremos sumisamente.

Tras una búsqueda exhaustiva, siete samuráis aceptan defender al pueblo: algunos avezados en el arte de la guerra, otros individualistas y unos más con un profundo optimismo y raigambre campesina. A todos sin embargo, los cohesiona el mismo ideal, el bienestar de los ciudadanos, de los otros que no obstante son como ellos mismos. La solidaridad mexicana de los sin partido, de los que no tienen mayor interés que el bienestar ciudadano, debe servir para enderezar movimientos ciudadanos que se articulen como auténtico contrapeso del poder público, participando directa o indirectamente. El éxito de estos movimientos ha de ser cuantificable, más allá del discurso, la propaganda y las marchas efectistas. Ahorcar nuestro voto no servirá de nada, tampoco resignarnos. Si la política es el arte de lo posible, entonces construyamos movimientos posibles; no tiremos por la borda la oportunidad de modificar las condiciones deplorables de un país urgido de soluciones.

[1] El presente ensayo fue escrito y publicado en 2009 con motivo de la campaña instrumentada para anular el voto en la elección federal intermedia de ese año.

[2] La revista Proceso (No. 1700, 31 de mayo de 2009) entrevistó a Gabriel Hinojosa Rivero, dirigente del movimiento Gobierno de Segunda Generación (G2G), a quien se le atribuye el inicio de la campaña por la anulación en Puebla. El movimiento que encabeza convoca a un concurso de cartel y video con premios de hasta 21 mil pesos. Hinojosa es primo de Felipe Calderón, fue el primer alcalde panista en Puebla y en 2007 volvió a contender por el cargo, sólo que por el Partido del Trabajo.

[3] “El político tiene siempre cierto campo de visión y ciertas posibilidades; lo que puede contemplar, desear o intentar está sujeto a los límites históricos de cada situación. A fin de comprender su actividad es necesario examinar primero el campo en el que se mueve, las elecciones que puede hacer y las empresas que puede intentar. (Michael Oakeshott, La política de la fe y la política del escepticismo.FCE, México, 1998, pp. 155 y 156)

[4] Reportaje de Álvaro Delgado, Proceso 1700, pp. 8 y 9.

[5] Si como señalan las definiciones sobre los partidos políticos, se trata de instituciones que nacen con la finalidad de alcanzar el poder público, el PRI es un partido político sui generis puesto que nace en el poder y con el objetivo de conservarlo.

[6] Al abordar el dilema entre la política de la fe y la política del escepticismo, Oakeshott señala: “al escoger alguno le estamos pidiendo algo que no nos puede dar.”

[7] Op. cit. p. 160.

[8] La proximidad de los procesos electorales dificulta la construcción de acuerdos parlamentarios Por citar un ejemplo, en 2007 se realizaron 16 elecciones, que ocuparon 271 días en contienda electoral. (María Amparo Casar, La reforma política del Estado, Nostra Ediciones-Senado de la República, p. 50.)

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