¿En qué creen los que no leen?


Conforme pasan los días de esta larga cuarentena que cambiará nuestra concepción de la vida, afirmo mi fe en la literatura como tabla de salvación. Algunos escriben para cuestionar el mundo, otros para evadirse de él, o al menos para hacerlo soportable. Sobre el cuello de quien escribe hay siempre una espada de Damocles, o el sonido de unos pasos que resuenan aproximándose. Veamos: Augusto Monterroso pensaba que todo buen cuento es un cuento triste porque la vida misma es triste y un buen cuento aspira a retratar fielmente un instante vital. No es casual el hecho de que el Canto Tercero de la Comedia de Dante advierta desde el dintel de una puerta: “Oh, vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza”. Más optimista resulta Kafka –nunca logro dejar de citarlo– cuando escribe que hay esperanza pero no para ninguno de nosotros.

Y entonces, ¿si la buena literatura es triste y desesperanzadora, por qué sigue siendo refugio de millones de lectores todo el tiempo? Porque en ella se han vivido ya todas las vidas posibles. Porque cuando se es lector voraz y uno por fin se mira cara a cara con la maldad y el dolor, con la soledad o el encierro, con la enfermedad y la miseria, sabe que ha confrontado ya todas las adversidades en el texto, y que aunque no hubiere salida, es posible plantarles cara de la manera más digna posible. Porque ante la desesperación uno es capaz de recordar y citar a Balzac, a Galdós, a Dostoievski, con el mismo afán memorioso y sospecho que con el mismo resultado balsámico que un creyente encuentra al recitar capítulos completos de los evangelios. Porque la literatura es un fuego que salva –escribió Tomás Eloy Martínez– solo a quienes se queman en él, en libertad y sin miedo.

Pero uno no nace lector ni se vuelve lector de la noche a la mañana. La lectura requiere de cómplices, de rutas, pero sobre todo de la virtud inquisitiva de querer saberlo todo. Perderse en la literatura, como se pierde uno en un bosque –parafraseando a Benjamin– requiere de toda una educación. Por eso, para quienes no leen, creer en la lectura como subterfugio es una empresa difícil y lo es más aún, en tiempos adversos.

Pienso en las muchas veces que la literatura me ha salvado. Me acuerdo de las tardes en la congregación a la que asistía mi familia, siendo niño, en las que ante el sopor del servicio religioso, abría el libro de los Reyes o los Jueces y me sumergía en un mundo fantástico de traiciones y terribles veredictos. Me acuerdo del rey Jehú sobre un carro de guerra tensando el arco para dar muerte al apóstata. ¡Hay trampa, Ocozías! Me acuerdo de las largas horas en un pasillo de hospital mientras mi padre agonizaba en un lento morir a gotas, sin que hubiera iPhones o Nintendos o HBO to Go, con un libro como almohada. Me acuerdo de un viejo relato esperanzador, Esto también pasará. Me acuerdo de la convalecencia de una enfermedad o de las noches de insomnio, del desamor y del desasosiego. Me acuerdo del Diario de la Psicosis que escribí durante la epidemia de la influenza A-H1N1, en que también estuvimos recluidos, aunque no por tanto tiempo. Otra vez el gran Tomás Eloy Martínez: Contra la fugacidad, la letra. Contra la muerte, el relato.

Acabo de ver la más reciente versión cinematográfica de Fahrenheit 451, esa magnífica parábola de Ray Bradbury sobre la literatura. La película no sale bien librada, aunque actualiza la hipótesis de Bradbury a un mundo más cercano al nuestro, hiperconectado. En el país de Montag, como se sabe, es obligatorio ser felices y por tanto está prohibido leer, porque leer lleva a pensar y pensar… ya se sabe. ¿Qué libro seríamos si tuviéramos que aprendernos uno de memoria, a sabiendas de que ya no existe en ningún otro sitio del planeta? Bien valdría pensar un poco en ello, ahora que tenemos tiempo. Y de paso intentar ser felices –a la manera de Joaquín Sabina– aunque sólo sea por joder.

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